domingo, 26 de junio de 2011

Los límites entre salud y enfermedad: una perspectiva clásica de la OMS

En una entrada previa de este blog se inició una reflexión sobre los conceptos de salud y enfermedad, empezando con un repaso a la vigencia del naturalismo en la forma de entender estas nociones por parte del subconsciente colectivo de nuestra sociedad. Al margen de esto, la evolución cultural ha hecho que sea dominante la idea de que la salud tiene sobre todo que ver con la situación física y mental en que se encuentra una determinada persona, en un momento dado, condicionando el ejercicio de sus funciones individuales. Así, una sencilla definición de salud sería decir que es aquel estado que permite el normal desempeño de todas las funciones propias de la persona. Entonces, enfermedad podría ser definida como la ausencia de salud, o, dicho de otro modo, como la existencia de alteraciones (enfermedades) que afectan a las condiciones físicas o mentales de la persona, siendo capaces de interferir en el normal funcionalismo del individuo.

Es posible complicar algo más esta aproximación inicial a los conceptos de salud y enfermedad si, como es frecuente, se incluyen en la definición de salud las condiciones emocionales y sociales, además de las físicas y mentales. En la misma línea cabe extender la noción de funcionalidad normal del sujeto más allá de las tareas estrictamente fisiológicas, ampliándolas a las de relación y correcto ajuste con el entorno.

Precisamente, la que casi con seguridad es la más conocida definición de salud lleva al límite esta extensión de criterios. Nos referimos a la declaración de la Organización Mundial de la Salud (OMS) producto de la Conferencia Internacional de Alma-Alta en 1978. En ella la OMS define la salud no como la mera ausencia de enfermedad, sino como el estado de completo bienestar en lo físico, mental y social. Considera que es un derecho humano fundamental y que la consecución del máximo nivel de salud posible es el más importante objetivo a nivel mundial, para lo que se requiere la colaboración de los sectores sanitario, social y económico.

Pero, ¿dónde está el límite entre salud y enfermedad? En un extremo podríamos situar un irreal estado de máxima potencialidad física, psíquica, emocional y social, propio de superpersonas. En el opuesto estaría la más absoluta incapacidad para ejecutar cualquier función propia del ser humano. Por desgracia, al contrario de la ausencia de supermujeres o superhombres que reúnan en sí las máximas potencialidades humanas en todos los terrenos, sí existe una situación en que la persona está, en la práctica, absolutamente incapacitada para cumplir con cualquier tipo de función de relación social, emocional, psíquica e incluso física, más allá de lo estrictamente reflejo. Se trata del denominado estado vegetativo permanente (EVP). El EVP supone, sin duda, la situación real más cercana a la ausencia continuada de salud que puede plantearse.

Entre los extremos se situaría un amplio y poco definido espectro de estados entre salud y enfermedad. Para aclarar esta interfase, un primer punto de interés es tener en cuenta la duración de la alteración, disfunción o enfermedad, como un factor importante a la hora de estimar su impacto sobre la salud. Una cefalalgia aislada banal, o la pérdida transitoria de una correcta capacidad de relación social, motivada por una ocasional ingestión aguda de alcohol, no tienen, en general, un efecto relevante sobre el estado global de salud del individuo. Sin embargo, una violenta cefalea tipo migraña de presentación muy frecuente, o una también frecuente incompetencia en la relación social por alcoholismo crónico, sí tienen un importante efecto sobre el individuo, que ahora podrá perfectamente etiquetarse como enfermo. Un segundo punto a considerar es el impacto que la alteración que modifica el estado de salud tiene según momentos o individuos concretos. Volviendo al ejemplo de la intoxicación etílica, la misma ocasional toma de bebidas alcohólicas en un sujeto que a continuación debe conducir un vehículo sí puede tener un efecto demoledor sobre su salud, e incluso sobre la de terceras personas. Del mismo modo, en el caso de la cefalalgia aislada, en alguna ocasión podría no ser banal sino el síntoma de comienzo de una alteración más grave, tal como un síndrome de hipertensión intracraneana. Aún cabría añadir que la misma alteración en dos diferentes personas puede tener impactos radicalmente distintos. Para ilustrar este punto basta acudir a ejemplos sencillos como el del pianista profesional que desarrolla una artritis reumatoide, o el de la actriz que presenta una parálisis facial a frigore.

Al igual que para el individuo aislado la salud es un bien primario, en términos sociales la salud es un bien de prioritaria atención universal. Por ello, poco antes de la Declaración de Alma Alta, concretamente en mayo de 1977, la 30ª Asamblea Mundial de la Salud adoptó la resolución WHA30.43 en la que decidió que la principal meta social de los gobiernos y de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en los siguientes decenios, debería consistir en alcanzar para todos los ciudadanos del mundo, en el año 2000, un grado de salud que les permitiera llevar una vida social y económicamente productiva. Esta es la meta denominada popularmente como “salud para todos en el año 2000”.

Este ya clásico posicionamiento del máximo organismo internacional para la promoción de la salud refleja una relevante visión social del concepto de salud. Alejándose de una postura maximalista, o de más o menos complicadas definiciones teóricas, plantea que el primer objetivo de todo gobierno, sin duda de hondo calado ético, es la búsqueda de un nivel mínimo de salud que garantice una vida productiva, tanto en lo social como en lo económico.

viernes, 24 de junio de 2011

¿Nos los tomamos a broma?

A mi esto es lo que me ha mandado un amigo, y no uno de esos sesudos informes que comenta el creador de este blog, que por cierto no ha tenido más remedio que invitarme como co-autor.


¿Qué es lo que pensáis que esta más en la calle?



Ya os iré contando...

jueves, 23 de junio de 2011

AT Kearny para Farmaindustria: juicios sobre sostenibilidad del SNS

El pasado 23 de mayo publiqué una entrada en este mismo blog en la que me preguntaba si habría posibilidad de un entendimiento entre clínicos, Sistema Nacional de Salud (SNS) e industria sanitaria; ya me parecía esto bastante utópico como para hablar de eventuales alianzas. La reflexión venía a cuento del denominado pulsómetro de la industria farmacéutica elaborado por Antares Consulting, en el que, cito textualmente, se recoge la opinión de 35 directivos de compañías farmacéuticas sobre el estado actual y la evolución de los temas clave del sector. Una de las opiniones vertidas por estos directivos fue que no se conocían suficientemente las tendencias del SNS y que por ello no era posible anticiparse a los cambios. Me remito a lo publicado en la mencionada entrada del 23 de mayo respecto a cuál es mi opinión sobre este punto.

Ahora resulta que tenemos acceso a un nuevo documento, que estimo pretende llenar en parte esa laguna de conocimiento. Me refiero al informe La sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud: ¿Ha dejado la sanidad de ser una prioridad social? que ha elaborado A.T. Kearny, una consultoría internacional de dirección, para Farmaindustria. Ya que este informe es público creo que puede entenderse que desde esta estructura representativa de la industria sanitaria se desean aportar elementos claves destinados a enfrentar los que el propio informe señala como formidables retos de la sociedad española en temas de sanidad.

Tras de su lectura, mi corazón se ha quedado un tanto frío. Es un informe correcto, pero no innovador, y sobre todo me parece de perfil paternalista, y eso me preocupa. Si tuviera que resumir en pocas y llanas palabras lo que creo que es su mensaje diría algo así: tenemos un SNS razonablemente eficiente y es un valor social reconocido: pongamos más dinero en él y a partir de ahora vamos a hacer bien los deberes para que no vuelva a pasar eso de que nos quedamos sin dinero para pagar. Eso sí, entre la primera parte de loa al SNS y la última de mandato de financiación, se entretiene en dar consejos al sistema para que haga mejor las cosas.

El informe ofrece un resumen ejecutivo con un cuadro en el que se establecen sus principales recomendaciones, divididas en dos grandes bloques.


En el primero se ocupa de las que denomina mejoras en la utilización de los recursos. Sugiere gestionar mejor la demanda, integrar los cuidados de salud, trasladando la carga desde la atención hospitalizada a la primaria, los cuidados socio-sanitarios y la atención domiciliaria, mejorar la eficiencia, utilizar los recursos de la e-salud y finalmente definir un modelo estable para el sector de la salud. En fin, consejos que a pesar de ser coherentes suenan solo a marco general que poco o nada innova sobre lo que ya se viene largamente señalando en los círculos profesionales. El problema no es tanto sugerir vías de mejora, sino contribuir a que su puesta en marcha sea factible.


 La segunda parte de las recomendaciones se dirige a las soluciones de financiación. La receta es simple, como ya comentaba antes: destínese más dinero a sanidad, presupuestese correctamente y evitemos en el futuro crisis como la actual.

¿Qué echo yo en falta? Pues un poco más de autocrítica y un poco menos de carga de razón propia. Es cierto que el mercado sanitario es un importante motor económico. Pero no creo que sean sinónimos mercado sanitario y sistema de salud. Un sistema de salud se basa en primer lugar en la equidad. Por tanto es un debate ineludible hablar de una cartera de servicios justa. En segundo lugar, es una falacia ligar sin más innovación tecnológica a mejoras en resultados de salud. Lo importante no es tanto la calidad de la tecnología, siéndolo mucho, como los procesos de salud a los que se dirige, y sobre todo su capacidad para modificar los resultados de esos procesos. La gestión del conocimiento necesaria para los juicios de aplicabilidad de esa tecnología reside en los profesionales, a los que el sistema, no la industria, debe alimentar. Por ello, es también ineludible hablar del profundo conflicto de interés inherente a la actual forma de tomar decisiones, y sobre todo a la forma en que el conocimento es gestionado dentro del sistema. La financiación necesaria no solo debe dirigirse a pagar la tecnología y los sueldos profesionales, sino también y de forma imprescindible a garantizar la independencia del sistema en la promoción y gestión de su conocimiento. Un tercer punto fundamental es hablar claro sobre los costes incrementales de la tecnología sanitaria. El documento poco más o menos que acepta que esta escalada es inevitable. Quizás convendría un poco de reflexión interna desde la industria sobre la verdadera naturaleza de su forma de trasladar costes. ¿Valen los tratamientos y los dispositivos verdaderamente lo que cuestan? Está claro que la respuesta va a diferir según sea la perspectiva.

¿Cómo poder unir todos estos puntos?: equidad, resultados de salud objetivos, gestión del conocimiento y asunción de costes. Pues resulta que justo eso es un SNS. La verdadera reforma necesaria consiste en asumir que la posición dominante es la del SNS, y que la fuerza de este SNS procede solo y exclusivamente de su capacidad para decidir su propio destino y su propia gestión, y no tanto de su capacidad presupuestaria. El informe acierta, como no, al señalar que es inaceptable la infradotación presupuestaria, y aún más acierta al marcar como un riesgo terrible su deslizar por la pendiente de los impagos y la simple contención de gastos. Un SNS conceptualmente fuerte es dominante y por tanto capaz de conseguir de la sociedad a la que sirve los créditos necesarios en términos de presupuesto. El problema es que todos estamos debilitanto al SNS. Es imposible seguir negando la ausencia de identificación real de objetivos conjuntos para todos los implicados en el gobierno de la sanidad. Por favor, recapacitemos un segundo. ¿Cuando vamos a llevar el verdadero debate a donde debe estar, que es en la sociedad civil? ¿Cuándo vamos a empezar a tener la valentía de hablar de manera transparente? Si queremos salvar al SNS, fortalezcámoslo, todos, incluyendo desde luego ese espectador interesado que es la industria. ¿Cómo? Empezando a compartir riesgo, implicándose. Empezando a utilizar un lenguaje con menos marketing y con más convicción de contribución a verdaderos resultados de salud. Claro que merece la pena pagar, lo justo, incluyendo el beneficio de la industria, pero para aquello que vale verdaderamente en términos de salud.

martes, 21 de junio de 2011

Reflexiones sobre el concepto de salud: ¿Persiste la concepción naturalista de salud y enfermedad?

El pensamiento occidental está plenamente impregnado por la cultura griega clásica. Podría decirse, simplificando, que en la antigua Grecia bondad, belleza y salud eran términos inseparables. Para los griegos la salud es orden y la enfermedad desorden. Lo sano, lo bello y lo moralmente bueno coinciden con lo ajustado al orden de la naturaleza. En este contexto, la salud cabe entenderla, sobre todo, como una disposición natural, que puede desajustarse para entrar en otra situación de disposición antinatural, asimilable al concepto de enfermedad. Ya dentro de las enfermedades, el mundo clásico distinguía aquellas que acontecen “por azar” de aquellas otras que aparecen “por necesidad forzosa”. Las primeras, preternaturales, son accidentales y potencialmente curables. Las segundas son contranaturales e incurables, por lo que en este caso el médico sólo puede aliviar. Una consecuencia de este planteamiento era considerar que las enfermedades potencialmente curables obedecen a malos hábitos, son de carácter moral, y por tanto además de potencialmente curables son prevenibles desde el ejercicio de la moralidad de las costumbres. Por el contrario, las enfermedades contranaturales obedecen a causas imprevisibles, súbitas e incomprensibles. Son, en gran medida, de origen divino, es decir, enfermedades religiosas en lugar de morales. Para estos casos, la única posibilidad de curación era la de carácter milagroso.

Esta concepción naturalista de la salud y la enfermedad, que ha tenido su continuidad en el pensamiento cristiano, ha infiltrado decididamente nuestra cultura a lo largo de la historia. En gran medida, el pensamiento popular, y aún el de los médicos en tanto que ciudadanos de ese mismo pueblo, sigue entendiendo la enfermedad como un desorden generado por los malos hábitos del sujeto o, por el contrario, inducida por agentes externos ajenos a la voluntad del paciente. Realmente es muy tenue la diferencia entre esta postura y la de considerar directamente al enfermo como víctima de fuerzas incontroladas, o alternativamente como culpable moral de su mal.